Eres paciente si puedes esperar una determinada cantidad de tiempo hasta que algo ocurra, o hasta que sea el momento de que tú actúes. Cuando haces una fila en el banco tu paciencia se mide desde que empiezas a hacerla hasta que llegas a ser atendido o hasta que te vas del lugar. A más tiempo más paciente.

También eres paciente cuando puedes controlar tu reacción ante un estímulo negativo o positivo. Cuando tu hija pinta tu pared blanca con plumón verde fosforescente tu paciencia se medirá por el tamaño de la raya que puedes permitir antes de perder los papeles. Cuando te condecoran por ser el mejor de algún concurso, tu paciencia se medirá por la cantidad de aplausos que puedes tolerar antes de emocionarte hasta las lágrimas.

La idea central es que la paciencia tiene dos dimensiones: el tiempo (que puedes imaginarla horizontal, pero siempre positiva), y la intensidad del estímulo (que puedes imaginarla vertical, positiva o negativa).

Modelada así, la paciencia se podría calcular como el simple producto del tiempo que toleras algo, por la intensidad de este algo.

Si la paciencia de cada persona es una constante, la forma de hacerla crecer en una dirección es reducirla en la otra. Si quieres tener la capacidad de esperar más en una fila del banco, tienes que hacer algo para que no duela tanto o mejor aún, algo que te importe tanto que esperar sea lo secundario (“leer” dicen por aquí). Si quieres tener la capacidad de tolerar un garabato más grande en tu pared o sobre reaccionar ante esos aplausos, no puedes exponerte mucho tiempo a la sensación negativa o positiva (limpia de inmediato o agradece y chau).

Sin duda el problema de la paciencia es mucho más complejo que esta simplificación, sobretodo porque la paciencia personal no es necesariamente una constante fija para toda la vida, pero si la quieres mejorar, debes intentar entenderla.

(Si leíste hasta aquí, algo de paciencia tienes).


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