Con frecuencia exigimos de los demás algunas cosas que creemos que están obligados a hacer por nosotros. Asumimos que estas obligaciones se generan implícitamente, cuando no tiene que ser así.

Es cierto que existen obligaciones legales, o incluso morales, que las personas se crean: los padres deben cuidar a sus hijos, una empresa debe velar por sus colaboradores o un prestamista debe honrar sus deudas.

Todo esto es correcto cuando se mira como un tercero, pero cuando tú eres el supuesto “beneficiario”, lo mejor es entender que realmente nadie te debe nada: tú eres responsable de todo lo que pasa (o no) y de todo lo que tienes (o no).

Que algunos hayamos estado rodeados de personas que asumieron sus supuestos compromisos con nosotros es una enorme suerte, pero no tendría que haber sido así. Todas esas personas lo hicieron porque así lo quisieron, no necesariamente porque estuvieran obligadas.

¿Y qué pasa con las personas que no tuvieron esta suerte? Salvo de niños, cuando no podríamos haber enfrentado el mundo solos, todo lo que nos pase después es nuestra responsabilidad. Por más duros momentos que nos haya tocado vivir, no hay más responsables que nosotros mismos.

Pero entonces, ¿yo tampoco le debo nada a nadie? Cuando te toca asumir el papel del “deudor”, es mejor tomar otra postura. Si bien, con la misma lógica, podrías decir que no le debes nada a nadie, la mejor fórmula es asumir que esas obligaciones se generaron por amor o reciprocidad, con lo cual, con el mayor gusto, las afrontarás. Cuida a tus hijos porque los amas, preocúpate por tus colaboradores porque valoras su trabajo y paga tus deudas porque en su momento te resolvieron problemas financieros.

Asimétrico pero efectivo: Nadie te debe nada, pero lo que tú debas, que sea porque así lo decidiste.