Hay dimensiones de nuestra vida en las que somos mejores, y otras en las que somos peores. Podría decir buenos o malos, pero más fácil es medir contra alguna referencia: nuestro desempeño normal o el desempeño de otros.

Algunos objetos, ambientes o momentos nos hacen mejores o peores también, o eso queremos creer.

Pero de lo que podemos estar casi seguros es que son las personas las que sí nos hacen mejores o peores. A todos nos ha pasado alguna vez eso de sentirse incómodo frente a una persona o ponerse de buen humor por el sólo hecho de tener a una distinta al frente.

Claro que no se trata de influencia pasiva: no sólo recibo, sino que por saber que tengo que dar es que me comporto diferente. Ocurre esto cuando uno debe asumir algún rol para el que puede tener dudas; esto no importa cuando sabes que eres el responsable.

La diferencia es que las personas transmiten: no importa el canal, siempre hay algo que percibimos de ellas. Ya sea lo que dicen, sus gestos, su estado de ánimo, el tono de voz, su experiencia o el nivel de confianza que sentimos, todo, sin duda, influye en nosotros.

No puedes controlar tus resultados, pero la mayoría de las veces sí tu desempeño y muchas veces el entorno. Y el entorno son mucho más las personas que cualquier otro elemento. Así que el reto de ser mejor pasa por elegir en qué quieres ser mejor y con quién quieres estar, que implica obviamente decidir en qué no quieres ser mejor y con quién no quieres estar.

“Qué”, “por qué” y “cómo” tienen respuestas racionales. “Quién”, que puede potenciar (o disminuir) los efectos, simplemente se siente.


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