Está el dilema del diseño y la ejecución. Todos sabemos que ambos son necesarios, pero siempre difícil saber qué es más importante y por lo tanto a qué dedicarle más esfuerzo.

Es clarísimo que diseño sin ejecución o con mala ejecución no sirve de mucho. De hecho, una ejecución impecable sobre un diseño mediocre muchas veces alcanza (no es tanto como la fuerza bruta que le gana a la inteligencia, pero va por ahí).

Claro también es que fallas importantes en diseño pueden complicar la ejecución, al punto de poder hacerla contraproducente [1]Más ejemplos aquí.

Creo que el diseño merece más atención hoy en día, por esta tendencia contemporánea de “hacer” antes de “pensar”: preferimos emplear energía en ensayar alguna solución que entender mejor el problema para intentar diagramar la mejor solución que se nos pueda ocurrir.

Pero hay otra gran razón por la cual defiendo al diseño. El diseño nos permite creer que sí hay forma de llegar a esa realidad deseada, o que al menos vale la pena intentarlo. Un buen diseño nos puede proveer ese estímulo de corto plazo que todos necesitamos para seguir.

Sí, a veces se nos pasa la mano y nos quedamos soñando solamente. De hecho, no queremos que todos los sueños se hagan realidad. Por esto necesitamos un disueño, aquel diseño que hace de puente entre el sueño y la realidad.

Un disueño siempre es un buen diseño, al menos para ti mismo.


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